El miércoles 11 de Diciembre, en un mes que comenzó convulsionado en la Argentina, fue suspendido de su cargo el Fiscal José María Campagnoli, quien tenía en sus manos el caso de Lázaro Báez: un empresario acusado, entre otras cosas, de evasiones fiscales y otra serie de supuestos delitos en su carácter de responsable de la firma Austral Construcciones. En términos generales, Báez fue acusado de ser el testaferro de la pareja en el poder, Néstor y Cristina Kirchner.
La acusación por mal desempeño en la causa resultó sin lugar a dudas algo poco común. No contó con ningún tipo de sumario previo. Fue impulsada por la actual Procuradora General de la Nación, Alejandra Gils Carbó. El Tribunal de enjuiciamiento de fiscales la aceptó, y la elección finalmente, dio lugar a la suspensión del fiscal por cuatro votos contra tres. Otro dato curioso, es que se acordó la misma a puertas cerradas sin posibilidad de que Campagnoli se defendiera.
La votación se definió con el apoyo del representante del Poder Ejecutivo Esteban Kreplak, el representante del Senado Rodolfo María Ojea Quintana, la Defensoría General a cargo de María Cristina Martínez Córdoba y la de la Procuración, Daniel Adler.
A partir de los datos mencionados, es posible analizar si estas instituciones y personas que resolvieron la suspensión del fiscal realmente eran independientes e imparciales. Esto se puede hacer tanto institucionalmente como utilizando el sentido común.
Quizá podríamos calificar de menos sospechosos a Daniel Adler y a María Cristina Martínez Córdoba, ambos designados por sorteo en representación del Ministerio Publico y la Defensoría General de la Nación respectivamente, pero datos reales y públicos como que Esteban Kreplak es funcionario del gobierno y miembro activo de “La Campora” (agrupación de militancia peronista/kirchnerista) o que Ojea Quintana es militante y ex funcionario del partido “Frente para la Victoria” nos muestran la propensión a una tendencia o cierta presión para actuar a favor de “su partido”.
Por otro lado, factores institucionales combinados con la distribución de las fuerzas partidistas también nos indican que Gils Carbó fue designada por el Congreso en un momento particular en el que el bloque kirchnerista contaba con mayorías, resultando sencillo controlar el acceso al cargo de Procurador General de la Nación, y elegir a una persona leal para ocuparlo.
En el seno de todas estas aclaraciones y relaciones entre los intereses del partido en el poder y las causas de la suspensión, surge un gran interrogante: ¿son estas instituciones capaces de describirse como independientes e imparciales en el desempeño de su función?
¿Podemos decir, que según el sentido común, una persona va a ir contra los intereses de la propia élite política a la que pertenece? Por lógica deductiva, la respuesta es no.
Al conocer la noticia por primera vez, me llegó a la mente un capítulo de un libro del famoso autor Álvaro Vargas Llosa, cuyo título es “Los cinco principios de opresión”. En él, el autor detalla los principios que sirvieron para oprimir a la sociedad de América Latina a lo largo de toda la historia, desde las civilizaciones indígenas hasta el fin del colonialismo.
Dos de estos principios se aplican especialmente a este caso: El principio del Privilegio, que analiza la relación entre las distintas corporaciones de la sociedad y de ellas con el Estado; y por otro lado, el principio de la llamada Ley Política, aquella caracterizada por el manejo discrecional de la Ley por parte de quienes detentan el poder.
Las antiguas civilizaciones Maya, Azteca e Inca privilegiaban a los nobles por razones heredadas y estos obtenían beneficios por ese privilegio: tributos de la población, la posibilidad de llevar ropas de algodón o joyas e incluso sus propios tribunales de justicia. La ley política se veía en tanto el derecho era la prolongación directa de la voluntad del soberano, legitimado por el mismo sol, centro de su sistema heliocéntrico.
En la época colonial, el Privilegio se constituía en la posibilidad de que la corona retribuyera con riqueza, honor o poder el apoyo político. La Ley Política era observable en esa suerte de ausencia de ley, visible en las colonias por su lejanía respecto de la metrópolis, y por ende de la autoridad. Lo que sucedía era que las leyes no atendían las verdaderas necesidades de la población lejana, entonces los gobiernos locales o regionales creaban otras para llenar esos vacíos, cuyos fundamentos eran claramente arbitrarios.
Al comenzar a existir el Estado de Derecho, los principios de opresión deberían haber desaparecido, pero lamentablemente no fue así. Más bien, tomaron otras formas. Un claro ejemplo de esto, es el caso del fiscal José María Campagnoli. El privilegio opera ahora a través de la protección, en este caso de Lázaro Báez y por consiguiente de Cristina Kirchner, suspendiendo a un fiscal que estaba avanzando con pruebas en su contra.
Y lo más interesante: la Ley Política, incluso en un Estado de Derecho y en el siglo XXI, sigue intacta. La nueva forma que toma se da mediante el manejo del poder discrecional, ya no cambiando las leyes sino haciendo arreglos a través de la designación de personas leales (militantes en agrupaciones afines y funcionarios del propio gobierno); contando con mayorías y con una disciplina partidaria que les permita elegir personas que luego respondan a su partido; o incluso, a través de presiones externas o internas posibilitadas por el gran poder que detenta el ejecutivo en Argentina, manipulando la ley según la conveniencia del momento. Si bien discursivamente el dominio de la ley es indiscutible, la cotidianeidad nos muestra que la misma se maneja a discreción de quienes detentan el poder.
Por esto, para frenar la arbitrariedad es muy importante lograr un cambio en las instituciones. Un cambio que permita niveles de autonomía e independencia reales y que de alguna manera, tire por tierra el famoso dicho popular: “hecha la ley, hecha la trampa”, el cual debería estar pasado de moda.