Este año, ya hubo 646 homicidios en Puerto Rico. La isla, que mide alrededor de 160 kilómetros de largo y 50 de ancho (100 millas de largo y 30 de ancho), tiene una población de 3,6 millones de personas. Si bien la cantidad de homicidios es alta, bajó con respecto a esta fecha el año pasado, cuando la cifra ya superaba los 700.
Es buena noticia, pero no basta. Con más de 1.100 homicidios en 2011, la isla estaba a la cabeza del país (y sigue lo estando); superando a Detroit, Washington, Nueva York y Chicago.
Para este año, se estima que habrá alrededor de 800 homicidios en la isla. El delito total también es extremadamente alto: supera los 70.000 incidentes y se prevé que alcanzará 100.000 este año. Por supuesto que esa cifra solo contempla el delito denunciado. Algunos superintendentes de policía indicaron que, por cada delito denunciado, otros tres o cuatro quedan sin denunciar.
Afirmar que el delito es una epidemia en Puerto Rico es un eufemismo. Por lo tanto, ¿cuál es el problema de fondo?
Sí, adivinó: el narcotráfico genera los delitos violentos en la isla. No se trata de un fumador de marihuana que enciende un cigarrillo y después ametralla a una multitud con una AK-47. Se trata de organizaciones locales e internacionales de narcotráfico que luchan por la supremacía, matan testigos y castigan a los desleales. Según las estadísticas que se utilicen, entre el 50% y el 80% de los homicidios que se cometen en Puerto Rico están relacionados con el narcotráfico.
El resto comprende, principalmente, a robos violentos, secuestros y violencia doméstica.
Curiosamente, mientras que las pandillas de traficantes están armadas como grupos guerrilleros, los ciudadanos respetuosos de la ley deben enfrentar enormes dificultades para tener licencia para portar armas. Y aun así, usar el arma en defensa propia puede no ser aceptable para el largo brazo de la ley.
El delito menor y el delito contra la propiedad se deben a varios factores. Hay adicción a las drogas, y muchos adictos están dispuestos a hacer lo que sea para conseguir el dinero que cuesta una dosis, desde prostituirse hasta robar cables del tendido eléctrico para vender el cobre. También existe una cultura delictiva que viene acrecentándose en la isla desde hace algún tiempo. Al contrario de la respetuosa cultura portorriqueña tradicional, la nueva tendencia genera personas sin ningún respeto por la propiedad privada ni por los demás, se creen con absoluto derecho a todo.
Para resolver el problema del delito en Puerto Rico es necesario un abordaje multifacético, al igual que con los muchos otros problemas que enfrenta.
En primer lugar, la guerra contra la droga tiene que terminar. Solo legalizando, regulando y gravando las drogas se elimina el móvil de la mayoría de los homicidios que se cometen. Además, todo ello tendría el efecto secundario de mitigar la corrupción, puesto que los capos de la droga ya no necesitarían comprar policías ni a otros funcionarios para proteger su negocio. Y reduciría la población carcelaria, dado que permitiría liberar a internos que estuvieran presos solo por delitos relacionados con la droga e impediría que se derrochara dinero en nuevos juicios por esos delitos.
En segundo lugar, Puerto Rico necesita una pena de muerte fuerte y rápida. Los criminales violentos tienen que temer el castigo. En la actualidad, fuera de la Corte Federal, no hay pena de muerte en la isla, como no sea a manos de los criminales.
En tercer lugar, la gente debe dejar de sentir que tiene derecho a cualquier cosa. Quienes necesitan trabajar para ganarse el pan, el techo y la atención médica son menos proclives a pasarse los días robando a los demás, y más propensas a valorar la propiedad y, por lo tanto, a respetar la ajena. Las escuelas también deben enseñar y garantizar el respeto fundamental por la propiedad privada y las normas básicas de lo que está bien y lo que está mal. Paralelamente, debe enseñarse a los niños a valerse por sí mismos y a ganarse el sustento, no a pretender que el gobierno u otras personas les den lo que no les corresponde.
En cuarto lugar, la cárcel debe ser dura. Eso implica trabajo, estudio, y orientación, evaluación y tratamiento psicológicos obligatorios. Y, en el caso de algunos criminales, no me opondría al castigo físico. Es lo que yo llamo el “principio del tomacorriente”: nadie toma un trozo desnudo de metal y lo mete en un tomacorriente con la mano, porque sabe que le haría daño. De algún modo, debemos inculcar ese mismo concepto en las mentes criminales. El trabajo y los programas educativos obligatorios tienen que brindarles la oportunidad de mantenerse fuera del crimen cuando salgan de prisión.
Por último, debe garantizarse el derecho a tener y portar armas, y protegerse el derecho a actuar en defensa propia. Las leyes portorriqueñas que restringen la tenencia y portación de armas deben derogarse o anularse, y hay que facilitar el proceso para obtener un arma. Nadie debería perder su arma, ni siquiera durante una investigación, por haberla usado en defensa propia.
El mensaje es claro: si queremos un cambio, debemos cambiar. Sin embargo, muchas de estas propuestas son políticamente imposibles, y no porque los políticos no consideren necesario un cambio, sino porque al público le resultan aberrantes. Pero, si no actuamos y modificamos las políticas que generan o permiten el delito, ¿no nos convertimos en cómplices?